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Opinión

Al manifestos el Alba

Rodolfo Villarreal Ríos

Al manifestos el Alba

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Julio 25, 2016 09:48 hrs.
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Apenas despuntaba el segundo día de la tercera semana del mes. Era la fecha en que el Gran Arquitecto había decidido citarte. De tiempo atrás sabias que el evento estaba próximo y preparabas todo para que no te tomara desprevenida. Siempre fuiste seguidora de que tus acciones tuvieran como característica el orden y la puntualidad. Nada de dejar las cosas a medias y sumidas en marasmos. Esas virtudes, indudablemente, formaban parte de tu código genético. Sí en alguien de tu familia esas características se hicieron presentes fue en ti.
Contrario a lo que por aquellos tiempos se estilaba, antes se cumplieran las primeras veintisiete horas de tu nacimiento, tu padre, mi abuelo, ya daba parte de tu nacimiento ante la autoridad respectiva. ¿Cuál fue la razón? La desconozco, pero con ninguno de sus otros hijos empleó tal celeridad. Tu infancia fue caracterizada por la estrechez económica, pero ello no te impidió disfrutarla. A la derecha de donde estoy escribiendo, cuelga de la pared una fotografía, la única que se conserva de aquellos días, y, en la niña que entonces estaba por cumplir los seis años de edad, no se aprecia ninguna mirada triste, abatida o malhumorada. Por el contrario, enmarcados en una sonrisa tenue, tus ojos observan al frente y hacia las alturas. Sabías que el andar sería largo y sinuoso, pero nada de abatirse ante la adversidad.
Aun en aquellas condiciones poco propicias, estabas convencida de que la única forma de mejorar la situación futura seria mediante el estudio. Dotada de alegría singular decidiste hacer uso de las capacidades intelectuales con que te había dotado la naturaleza. Ibas a la escuela convencida y gozosa de que el esfuerzo no era vano. Sin embargo, sabias que caminabas por una línea delgada. De nada te valía escuchar las historias alegóricas que tu madre contaba de antepasados quienes vivieron tiempos mejores. Tu padre nada decía respecto a ancestros ilustres pues desconocía quienes lo fueron, aun cuando ahora sé que los poseía. Ni mucho menos era suficiente para paliar aquello que tu abuelo materno fuera médico distinguido en la localidad; a él siempre le mantuviste un aprecio especial y cuantas veces nos narraste las historias que les contaba noche a noche. Pero todos esos son tópicos para charlarlos en, y hacer amenas, las reuniones familiares del ahora, poco aportaban y de nada servían en el día con día de entonces cuando las estrecheces económicas predominaban. Y así hasta que llegó el momento en que no hubo otra opción sino dejar la escuela. Cursabas el nivel de preparatoria, lo cual en aquellos tiempos para una persona del sexo femenino era arribar a niveles educativos fuera de lo cotidiano. Muchas fueran las ocasiones en que nos mencionaste con cuanto dolor tuviste que aceptar aquella realidad. Sin embargo, como lo hiciste a lo largo de toda tu vida, buscaste la manera de convertir lo negativo en positivo y cursaste una carrera breve que te permitiera incorporarte a la vida laboral. A pesar de los pocos años con que contabas ellos no fueron impedimento para que pronto te hicieras notar, a la par que te ganabas el respeto de todos, algo que muchos años después pude yo comprobar directamente. Y ahí seguiste convertida en pilar de tu familia.
A tus padres les otorgaste todo el apoyo, entonces y siempre. A tu hermana mayor le profesaste un cariño singular con alto sentido de protección, lo cual hizo que entonces, y a lo largo de los tiempos, sus hijas, tus sobrinas, fueran muy cercanas a ti algo que prevaleció literalmente hasta el último día en una relación biunívoca de afecto, confianza y apoyo. A tus hermanos les otorgaste respaldo sin cortapisas. Fue el menor de los dos quien lo requirió en grado mayor y como siempre se lo otorgaste sin esperar nada a cambio, salvo la satisfacción de verlo convertido en lo que tú hubieras deseado alcanzar. Al final habría de ser el primero de quienes a lo largo de tu vida habrías de formar y transformar en seres útiles y productivos para la sociedad.
Pero no todo era trabajar, a la par de ello, mantenías una vida social activa. Organizaste un club y tuviste en él una actividad plena. Disfrutabas tu juventud y en las fotografías de la época lucías siempre la sonrisa argentina que te acompañó hasta el día último. Estoy seguro que ella y tu capacidad intelectual fueron lo primero que cautivaron a quien sería el amor de tu vida.
Al momento que, tras un largo noviazgo, decidiste unirte con mi padre, pocos auguraban que aquello fuera a prevalecer por mucho tiempo y, por supuesto, se equivocaron, nada más duraron sesenta y un años juntos hasta que el Gran Arquitecto decidió concluirlo. Olvidaban o desconocían que la palabra fracaso no formaba parte de tu proyecto de vida. Al iniciar el camino aquello lucía agreste y sinuoso. No obstante, diste inicio a un proceso que con el devenir del tiempo habría de obtener resultados positivos. Pero aquello no fue fácil, esperaban la llegada de mi hermano mayor y un día lo poco que poseían era convertido en nada, solamente les quedaron las ropas que cubrían sus cuerpos. Así, literalmente de la nada, valga la repetición de la palabra, volvieron a empezar. Pronto, al arribar a quien aguardaban con tanta ilusión, un nuevo reto se les presentó. Y durante los catorce años próximos, mientras íbamos llegando uno tras otro hasta completar cinco más, habrías de dedicar la mayoría de tus esfuerzos a atenderlo lo cual se detuvo cuando se presentó la oscuridad de la noche eterna. Durante todo ese lapso, ello no fue obstáculo para nos prestaras atención cuidadosa a cada uno de nosotros.
Estabas siempre al pendiente de apoyarnos en nuestras actividades escolares, en las cuales te involucrabas no solamente al momento en que arribábamos a casa. Tenías una parte más que activa en buscar como respaldar a los centros en donde recibíamos la instrucción, sin que ello implicara entrometerte en los procesos propios de tal acción, tú la complementabas cuando realizabas en casa la tarea de educarnos. En ese transcurrir nacieron amistades sólidas que prevalecieron hasta el último día cuando acudieron, como siempre lo hicieron, solidarias. Aun no me explico cómo te dabas tiempo para todos y cada uno de nosotros. Por supuesto había quienes nos veían como una parvada de chamacos más. Sin embargo, tú habías decidido que no fuera así.
Cuando, por motivos laborales, mi padre tenía que ausentarse por periodos largos mantenías con él un intenso intercambio epistolar. Aún recuerdo como al filo de la media noche, después de haber terminado de apoyarnos en las tareas escolares, darnos de cenar y mandarnos a dormir, algo que no necesariamente yo obedecía, te sentabas, bolígrafo en mano, a escribir aquellas cartas cuyo contenido desconocía, y desconozco, que te mantenía cercana a él. Nunca te pregunté por qué ni tú, ni mi padre, conservaron aquellos documentos que, cuando menos en número de dos por semana, se enviaban mutuamente. Sin embargo, lo entiendo, para ustedes el amor era un asunto privado, algo de dos y los demás, ni siquiera sus herederos, teníamos porque enterarnos de nada. En medio de ese cariño apoyabas a mi padre para que no se diera por vencido, todo tenía que mejorar algún día. Administrabas con sumo cuidado el presupuesto familiar, y aun cuando no estaba caracterizado por la abundancia, lo hacías en forma tal que hasta sobraba para ahorrar. En cuanta actividad, política-deportiva-organizacional, se involucraba mi padre ahí estabas para darle tu respaldo con algo más que palabras. Sí algo creías que no lo hacía correctamente, lo reconvenías sin que ello implicara darle la espalda. Cuando las cosas no salían como eran esperadas, ahí estabas tú para darle ánimos y no dejarlo abatirse. Le fuiste transformando el carácter, para bien, y cuando llegó la hora del triunfo y tuvo éxito, los disfrutaste como tuyos. Sin embargo, ello no te envaneció, ni mucho menos te hizo olvidar amistades. Por el contrario, mientras encontrabas nuevas, fortalecías las antiguas, sabias que eso era transitorio y más temprano que tarde aquello finalizaría como lo fue. Regresaste a tu pueblo, a la casa que ladrillo a ladrillo, muro a muro, habías construido con tu esfuerzo y sentido de bien utilizar los recursos con que contabas. Lo tuyo era edificar.
En ese proceso formaste cinco chamacos, no siempre dóciles y ni modo de que fueran a serlo. La debilidad no forma parte de su herencia genética. A cada uno le diste su tiempo y su espacio. Uno a uno fueron respondiendo primero en las aulas alcanzando los grados académicos que tú siempre hubieras deseado alcanzar hasta que uno de ellos logró el máximo que es posible obtener. En ese proceso formativo no dejaste fuera los asuntos de la fe. Eras creyente, pero viste, y te enteraste de tantas cosas que ejecutaban quienes en público se presentaban en olor a santidad, aun cuando en privado eran lo opuesto, que decidiste inculcar en tus hijos que los asuntos de la fe son del ámbito estrictamente privado y sin extremos. En ese contexto, cada quien decidió interpretarla a su manera, con respeto a las creencias de otros, pero sin caer en fanatismos en uno u otro sentido. Y bajo esa premisa nos hemos desarrollado en la vida
A todos nos inculcaste que en la vida profesional habríamos de comportarnos con rectitud y honestidad, en esto no transigías. Desde pequeños nos formaste así y al mínimo desvío actuabas con firmeza. Al llegar el momento de que nuevos miembros se incorporaran a la familia, los recibiste con las puertas de la casa abiertas de par en par. A tus nueras y a tu yerno los viste como una extensión de tus hijos, mientras les otorgabas tu cariño. Cuando llegaron los nietos a todos por igual les otorgaste amor y comprensión. Ansiaban que llegaran las vacaciones, ya fueran de primavera, las del verano o de la Navidad. Estaban ciertos de que ahí estaba la abuela, junto con el abuelo, esperándolos. Sabían que pasarían momentos agradables e inolvidables como lo fueron. Cuando partían, la casa retornaba a su tranquilidad habitual y daba inicio la espera para verlos volver.
En ese lapso, intensificaste las relaciones con tus amistades, decidiste que no ibas a permanecer en casa y retomaste tus actividades sociales. Nuevas amistades fueron surgiendo y aun cuando estaban más cercanas a las edades de tus hijos, ningún problema tuviste para convivir con ellas. Como comentario al calce, vale apuntar que en todas las agrupaciones a las que perteneciste, pronto te ganabas la confianza de quienes las integraban y terminaban encomendándote la administración de los recursos pecuniarios, acción en la que siempre cuidabas prevaleciera la claridad y precisión. Durante los últimos tiempos, miércoles a miércoles, te reunías en casa con tu grupo compacto de amigas quienes seguramente disfrutaban al máximo las reuniones porque aquello se prolongaba por horas y ni quien deseara marcharse, ese día tendríamos que esperar hasta tarde para comunicarnos contigo y lo hacíamos con gusto pleno, sabíamos que disfrutabas plenamente de aquella compañía. Pero había algo que, tiempo atrás, habías decidido.
Desde tu infancia fuiste una lectora ávida de poesía y te gustaba escuchar a quienes declamaban. Sin embargo, eso no era suficiente para ti. Anhelabas poder manifestar y compartir con otros tu sentir sobre aquellas lecturas. Cuando nadie pensábamos que fueras a tener oportunidad de cristalizar aquello, contando con ocho décadas y nueve años de edad, decidiste que habrías de presentar un recital de poesía. Te pusiste de acuerdo con el cuarto de tus hijos y secretamente prepararon lo concerniente para que se realizara. Cuando todos suponían que él sería protagonista exclusivo del evento, procediste a declamar siete poemas. Mientras que él recurría al texto impreso para presentar los que le correspondían, tú no requeriste de apoyo escrito alguno, tu memoria estaba intacta y la emoción para expresarlos se encontraba más clara que nunca, ahora observo la grabación de uno de ellos. No dejabas de sorprendernos, como siempre lo hiciste, con la facilidad que, hasta el último día, mantuviste intacta para manejar asuntos de números. De nada nos valían los entorchados académicos, sencillamente nos demostrabas que éramos incapaces de superarte en esos terrenos, ni tan siquiera recurriendo a la ayuda de la tecnología. Y, aun cuando nos enviabas señales de que tu cita con el Gran Arquitecto estaba próxima, preferíamos ignorar el mensaje porque pensábamos que estarías con nosotros por siempre.
Pero era ya mucho lo que durante los últimos meses había sucedido. Primero, fue tu yerno, más tarde tu hermana y posteriormente otras cosas. Nada decías, tu código genético no te permitía exteriorizar ese tipo de emociones, y todo lo guardabas para ti. Sin embargo, los impactos sobre tu corazón quedaban registrados. Cuando al manifestarse el alba del lunes que acaba de irse, al momento en que levante el teléfono y escuché a mi hermano menor supe que ya todo había concluido. Apenas unas horas antes, escuchaba tu voz distinta a la de todos los días, pero no quise convencerme de que algo no andaba bien. Si bien todo tiene un principio y un fin, es difícil aceptar que es así.
Muchos serán, somos, quienes te extrañaremos. Lo van a hacer tus amigas con quienes ya no compartirás las reuniones. Lo harán tus sobrinas quienes sentían la confianza plena para charlar contigo abiertamente. Mis hijos y mis hijas, así como el resto de tus nietas van a sentir tu ausencia, echaran de menos tus llamadas gratas, pero también aquellas en las que, a pedimento nuestro, te solicitábamos que les dieras un consejo que sin llegar al regaño era lo suficientemente enérgico para hacerlos recapacitar. Sucederá con tus nueras, especialmente quien acostumbraba hablarte libremente cuando la aquejaban los problemas y tú, pacientemente, la escuchabas y le dabas un consejo. Habran de rememorarte inmensamente mis hermanos, pero sobre todo mi hermana con quien un día y otro también, o varias veces a lo largo de los mismos según fuera requerido, sostenías platicas que duraban por mucho tiempo, especialmente durante las noches, eran confidentes mutuas y como con nadie más, compartías todo, preocupaciones, esperanzas y alegrías.
Sé que te voy a añorar más de lo que pude llegar a imaginarme. Pero prefiero recordarte cuando te preocupabas porque cumpliera con mis obligaciones escolares, cuando me impulsabas para que no me dejara abatir ante la diversidad, cuando me llamabas la atención, porque detrás de tu apariencia dulce estaba un carácter fuerte que me hacía reaccionar. Me quedo con tu imagen de mujer incansable que de la nada levantó un negocio y que, en contra de todos los pronósticos, lo convirtió en rentable. Te recordare con la sonrisa que apareces en la fotografía que te tomaron horas antes de que el Gran Arquitecto decidiera que era el tiempo de que acudieras a la cita que todos habremos de tener. Pero sobre todo tendré presente que si existo es por ti y que aquello que he logrado no lo hubiera podido alcanzar de no haber estado tu ahí desde siempre. Ante todo ello, no me queda sino decirte muchas gracias por haber sido mi madre, doña ESTELA RÍOS SCHROEDER. vimarisch53@hotmail.com
Añadido: A nombre de mi hermana Estela Luisa, mis hermanos José Gerardo, Enrique, Juan Antonio y en el propio extendemos nuestro agradecimiento a quienes, los de siempre en las buenas y en las malas, estuvieron acompañándonos física y espiritualmente en los momentos difíciles por los que acabamos de transitar.

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